Tengo un elefante sentado en el
pecho, se bebe mi llanto antes de que explote,
se traga mis palabras, bloquea el
paso a los besos.
Sentado ahí hunde mis costillas, aplasta mi costado herido
con sus patas grises
y construye su madriguera, calentito
se queda entre mis desazones.
No tiene hambre pero igual deglute
insaciable mi ansiedad.
Sabe que no le temo y no se apresura
a marcharse, inclina su cuerpo,
vaivén, desgastando mis huesos.
Es demasiado
enorme este elefante. Y se resiste a recibir un nombre.
Camina lento
el elefante sobre mis pulmones.
Un paso,
inspiro; un paso, exhalo; un paso, inspiro; un paso, exhalo; un paso...
Me quedo sin aire.
¡Ah, pero
este elefante no sabe estarse quieto!
No quiere,
me invade con su desastre.
Lo tiento
con una promesa, le invento canciones con ritmo de guitarra acelerada,
lo distraigo
(eso creo) con un poco de miel.
Pero sigue ahí, entre el esternón y las
vértebras. Saltando.
Mis gatas me
miran el pecho, piden permiso al elefante para recostarse en su viejo lomo
inclinado “¡No, basta, ya es mucho peso!” Quiero gritarles.
Pero acá
manda él y las eleva con su trompa a la sima de su cuero gris.
Cada vez me
hundo más.
“Dormite y
dejá de molestar”, ordena el elefante.
Cuando
despierte va a dolerme el cuerpo.
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