martes, 16 de julio de 2013

Queja de Elefante


Tengo un elefante sentado en el pecho, se bebe mi llanto antes de que explote,
se traga mis palabras, bloquea el paso a los besos.
Sentado  ahí  hunde mis costillas, aplasta mi costado herido con sus patas grises
y construye su madriguera, calentito se queda entre mis desazones.
No tiene hambre pero igual deglute insaciable mi ansiedad.
Sabe que no le temo y no se apresura a marcharse, inclina su cuerpo,
 vaivén, desgastando mis huesos.
Es demasiado enorme este elefante. Y se resiste a recibir un nombre.
Camina lento el elefante sobre mis pulmones.
Un paso, inspiro; un paso, exhalo; un paso, inspiro; un paso, exhalo;  un paso...
 Me quedo sin aire.
¡Ah, pero este elefante no sabe estarse quieto!
No quiere, me invade con su desastre.
Lo tiento con una promesa,  le invento canciones  con ritmo de guitarra acelerada,
lo distraigo (eso creo) con un poco de miel.
 Pero sigue ahí, entre el esternón y las vértebras. Saltando.
Mis gatas me miran el pecho, piden permiso al elefante para recostarse en su viejo lomo inclinado “¡No, basta, ya es mucho peso!” Quiero gritarles.
Pero acá manda él y las eleva con su trompa a la sima de su cuero gris.
Cada vez me hundo más.
“Dormite y dejá de molestar”, ordena el elefante.
Cuando despierte va a dolerme el cuerpo.



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