jueves, 7 de enero de 2010

Tardes de Ciudad 1

Regresar

Me hago una advertencia para recordar que he dormido poco, pero me importa ídem y sigo adelante. Celina, mientras tanto, señala a Joao con sus ojos de enredadera y nos suelta cómplice:
- Éste, por lo que ya sabemos, no va poder dormir.
Apuro un trago salvador de café como quien asiente y miro a Clao que ha vuelto a encender el último cigarro de la noche, entonces me doy cuenta de que no tengo la más pálida idea de que es lo que se supone que ya sabemos pero ya es tarde para dirigir una mirada interrogativa a la hoguera humana que tengo delante; por otro lado dudo mucho que él sepa que es ESO que DEBE saber ni creo que le importe el parloteo de Celina que ahora se dedica a narrar minuciosamente algo que nadie sigue.
Joao regresa al jardín con su brazo enlazado al de Carl. De pronto, sin darme cuenta, recuerdo a dos señoras regordetas que paseaban esta tarde por el mercado del Centro.
El humo que emana de Clao comienza a ser mayor que el deseo de contemplar sus ojos y me levanto dejando la cocina a estribor de este barco semi-naufrago en que voy mutando a medida que la noche disminuye. Pienso, mientras avanzo sorteando piernas estiradas que no tienen intención de correrse para cederme el paso, que jamás antes había visto unos ojos negros tan deslumbrantes (es cierto que exagero un poco pero Clao bien lo merece), aunque no sé si “deslumbrante” se ajusta a lo que veo cuando me mira pero, bien pensado suena a marquesina de cinematógrafo y, después de todo es Clao.
Afuera, en el jardín (que comparado con las dos plantas medio secas que hay en mi balcón, más parece un anexo del Parque Municipal) el aire golpea con fuerza; es evidente que hay más personas que en la sala, al menos dos o tres más, pero casi puedo volver a respirar con normalidad (me pregunto que entenderé por “normalidad” con este catarro que traigo hace más de dos semanas). Sentada en un banco está la novia de Carl, una chica muy alta (todos son altos comparados conmigo) que se mostró visiblemente frustrada ante la falta de “música bailable”; junto a ella están dos muchachos que no había visto antes, amigos de Joao, y una chica alemana que ostenta la autoria de una canción muy buena de la que no recuerdo el nombre, de la chica, digo, porque la canción era algo así como “sweet sun by her hands, creo. Hay dos parejas más dando vueltas por ahí pero hago lo imposible por esquivarlos. Sé que Egle y Aneta prepararon todo con esfuerzo, improvisando, como siempre, y que Celina se va a enojar cuando no me encuentre pero, por ahora, ya estuvo bueno con la “Bienvenida”.
Me refugio detrás de un árbol mal iluminado; la casa de Egle está en una pendiente y, desde el jardín, se puede ver la parte baja de la Ciudad. Casi mecánicamente llevo la mano al bolsillo de mi chaqueta, bastante sucia en este momento después de largas horas de uso, hurgo y encuentro la libreta y la pluma, me veo tentada a redactar un minucioso reporte de mi llegada pero, de inmediato, caigo en la cuenta de que tendría que regresar a la luz, y a la gente, y renuncio sin vacilar.
Una vez más una voz me repite que he dormido poco pero, no sé si por fortuna o por error, es la voz más enana de las múltiples que habitan en mi.
La Ciudad está mal iluminada, pienso, cada foco sigue un orden propio, como si sus filamentos iridiscentes se colaran entre las llagas de un telón mal cuidado; por todos lados hay extensiones negras, fragmentos de la Ciudad a oscuras, como un mar empetrolado. Un avión se desliza, lento desde esta lejanía, sé que es un avión por las luces que acompañan al estruendo de tormenta de los motores; siempre tengo el delirio de estar viendo caer el avión sin poder hacer nada, lo cual es obvio porque ¿qué podría hacer yo desde la tierra si no lo han podido frenar desde el aire?.
Comienzo a juntar cadáveres mentales, más restos de propia mente que del pobre avión, cuando una mano se posa (bonita palabra para una polilla) sobre mi hombro. No giro de inmediato, me quedo viendo las luces rojas del avión desaparecer detrás de la torre de una compañía de teléfonos; recién cuando ya no titila ni el recuerdo, escucho la voz, que, es natural, pienso, pertenece a la mano:
- Estaba buscándote.
No hace falta voltear para ver quien corta mi soledad pero quiero ver sus ojos negros, ya a nadie le importan mis ganas de huir de la gente, no a mí al menos.
- Te me habías escapado, mira que sos difícil de encontrar.
Ese “me” tan posesivo podría resultar agobiante dicho por otro y estimular de inmediato mi impulso de fuga pero en Clao es más bien inclusivo y, por fortuna, mis fobias se declaran en huelga. Me quedo en silencio mirándolo, buscando algo igualmente inclusivo que decir pero mi cerebro se ha fugado definitivamente a otro sitio (¡te dije que has dormido poco!), aunque no lo suficiente como para no percibir la cercanía de su cuerpo.
-¿Quieres que salgamos de aquí?
Palabras, palabras, palabras. Trabajo con palabras y atino apenas a murmurar un agónico “SI” que más se entiende por vaivén de mi frente. Clao me toma de la mano y, como quien conduce a una hilera infantes por el zoo, nos escabullimos por el lateral de la casa hacia la calle. A las tres cuadras estoy segura de que Celina se va a enojar pero creo que eso no importa ahora.
La Ciudad es un poco más amable que de costumbre. Andando por su serpentario de calles mal asfaltadas los manchones de oscuridad casi no se perciben. Repentinamente siento ganas de que la caminata conduzca directamente hacia el mar pero hace 17 horas que estoy de regreso y ya no es posible. Una ciudad junto al mar y Clao a mi lado provocarían un profundo desequilibrio ecológico, es mejor no abusar de la suerte, o quien quiera que maneje estas cosas, cuando está de mi lado. Por ahora me contento con la mejor parte de la ecuación: la mano de Clao rodeando mi cintura para hacerme esquivar un pozo, como excusa, pero quedándose ahí por si acaso.
No hay mar, hay río, sucio e incómodo pero de noche eso no se ve, y el agua marrón me echa una mano con este hombre que viene de una ciudad sin ríos.
-¿Quedan peces?- Pregunta Calo reclinado sobre el paredón, señalando al agua con el largo de su cuello.
No lo puedo evitar y me rio mientras él me mira desconcertado.
- ¿Pregunté mal?- Interroga con ojos alegres (sus muy enormes ojos negros), pensando que su recién adquirido castellano le ha jugado una mala pasada.
Le hago entender que no con un gesto de la mano y le digo que me rio de mí, aunque no sé como explicarle que recién ahora caigo en que, con 3 meses en la Ciudad, me resulta imposible que no halla visto el creciente vaivén del río. Para compensar mi falta de explicación tomo su mano y lo invito:
- Vení que te muestro algo.
Caminamos casi una cuadra en silencio con sus ojazos buscando alguna revelación. Y yo dichosa de poder comportarme como guía útil al menos una vez en la vida, y todo gracias a que no se le ocurrió preguntar por una calle que ahí sí que no.
Llegamos a un sector un poco mejor iluminado. De pie, junto al paredón del río, hay tres hombres de unos 50 años, camisas gruesas, jeans, chalecos sin mangas, callados, fijas las miradas en el agua donde se hunden las líneas de tanza de sus cañas.
- No sé si sacan algo, pero lo está intentando- Susurro muy junto a Clao con la excusa de los pescadores.
- Entonces hay peces- Concluye él y aprovecha el envión para rodear mi cintura y acercarnos sigilosos al bararndar que da al agua.
-¿Cómo te trato mi ciudad?- Pregunta de pronto Clao pero más como puntapié para acercarse en el murmullo.
- Igual que siempre- Respondo, sabiendo que no importan tanto las palabras en un dialogo que ya hemos tenido en varias ocasiones, sino el hecho de estar diciéndonos todo así, tan sin gente.
Después no más palabras, no al menos por esta noche, y el Sol que va desperesandose tímido mientras me bebo sus labios de regreso a casa, en un taxi sin apuros.
Has dormido poco”, me digo, pero ya no importa.

1 Arribos desde el último alunizaje:

Blanc dijo...

No hay manera de que pueda sostener la vida sin estos textos, tan, tan, tan necesarios...
Que quedan tatuados en mi por siempre...

Gracias!