sábado, 10 de diciembre de 2011

En Enero

La lluvia llega un día antes cuando regresas y no sé bien como mirarte. Descubro rincones nuevos en la casa, las aves aprenden código morse y lo dispersan por el tendido eléctrico y surge algo parecido a un pez en la piscina del patio. Pero es la lluvia, estoy segura (casi), con esa insistencia de siesta que te nombra la desnudes de las piernas.

Y vas descalzo, demasiado descalzo, hurgando en maletas aún no deshechas, descompaginando la quietud de cada cuarto con el viento de tus pasos. Puertas abiertas, ventanas inquietas. Las cortinas que acarician presurosas el lomo de las gatas. Y va llover, porque viniste sé que va a llover.

Descuelgo mis vestidos, apuro un retrato de tus manos en mi cintura, preparo café, no para mí, para mí es el té. Y me parece ver cristales entre las hojas del sauce, una ardilla desorientada sentada en el cordón de la vereda y el perfil aprobado por los retratos. Así todo, espero la lluvia, la que viene en tu ombligo de viajero invernal.

Las plantas de la galería estiran las hojas, se desesperan por tu presencia. Traes el agua, es evidente. Me descubro así delineando de hilos azules los grifos de la cocina. No sé qué desnivelación de algas traes en tus cuadernos, o qué invención subacuática armarás entre las rosas del jardín. Seguro, seguro venís trayendo la lluvia.

Una lluvia de equinoccios estelares, una lluvia de sal en las gotas y ranas que duermen hasta tarde. Agua, sin dudas, con aromas danzantes y desquiciados. Mucha imposible lluvia.

Regresas. Y la lluvia llega un día antes.




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